Gabriela Louise Redden, una mujer pobremente vestida y con una expresión de derrota en el rostro, entró en una tienda de abarrotes. Se acercó al dueño de la tienda, y de una forma muy humilde le preguntó si podía fiarle algunas cosas.
Hablando suavemente, explicó que su marido estaba muy enfermo y no podía trabajar, que tenían 7 hijos, y que necesitaban comida. John Longhouse, el abarrotero, se mofó de ella y le pidió que saliera de la tienda. Visualizando las necesidades de su familia, la mujer le dijo: “Por favor señor, le traeré el dinero tan pronto como pueda.” John le dijo que no podía darle crédito, ya que no tenía cuenta con la tienda.
Junto al mostrador había un cliente que oyó la conversación. El cliente se acercó al mostrador y le dijo al abarrotero que él respondería por lo que necesitara la mujer para su familia. El abarrotero, no muy contento con lo que pasaba, le preguntó de mala gana a la señora si tenía una lista. Louise respondió: “¡Sí señor!”. “Está bien,” le dijo el tendero, “ponga su lista en la balanza, y lo que pese la lista, eso le daré en mercancía.”
Louise pensó un momento con la cabeza baja, y después sacó una hoja de papel de su bolso y escribió algo en ella. Después puso la hoja de papel cuidadosamente sobre la balanza, todo esto con la cabeza baja. Los ojos del tendero se abrieron de asombro, al igual que los del cliente, cuando el plato de la balanza bajó hasta el mostrador y se mantuvo abajo. El tendero, mirando fijamente la balanza, se volvió hacia el cliente y le dijo: “¡No puedo creerlo!”.
El cliente sonrió mientras el abarrotero empezó a poner la mercancía en el otro plato de la balanza. La balanza no se movía, así que siguió llenando el plato hasta que ya no cupo más. El tendero vio lo que había puesto, completamente disgustado. Finalmente, quitó la lista del plato y la vio con mayor asombro.
No era una lista de mercancía. Era una oración que decía: “Señor mío, tú sabes mis necesidades, y las pongo en tus manos”.
El tendero le dio las cosas que se habían juntado y se quedó de pie, frente a la balanza, atónito y en silencio. Louise le dio las gracias y salió de la tienda. El cliente le dio a John un billete de 50 dólares y le dijo: “Realmente valió cada centavo” Fue un tiempo después que John Longhouse descubrió que la balanza estaba rota.
En consecuencia, solo Dios sabe cuanto pesa una oración.