UNA MADRE ESCLAVA
Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado. (Heb. 11: 24, 25).
Moisés recibió en las escuelas de Egipto la más elevada educación civil y militar. Dotado de grandes atractivos personales, de formas y estatura nobles, de mente cultivada y porte principesco, y renombrado como jefe militar, llegó a ser el orgullo de la nación (La Educación, pág. 58).
De conformidad con las leyes de Egipto, todos los que ocupaban el trono de los Faraones debían llegar a ser miembros de la casta sacerdotal; y Moisés, como presunto heredero, debía ser iniciado en los misterios de la religión nacional. . . Pero aunque era celoso e incansable estudiante, no pudieron inducirle a la adoración de los dioses. Fue amenazado con la pérdida de la corona, y se le advirtió que sería desheredado por la princesa si insistía en su apego a la fe hebrea. Pero permaneció inconmovible en su determinación de no rendir homenaje a otro Dios que el Hacedor del cielo y de la tierra. . .
Moisés estaba capacitado para destacarse entre los grandes de la tierra, para brillar en las cortes del reino más glorioso, y para empuñar el centro de su poder. Su grandeza intelectual lo distingue entre los grandes de todas las edades, y no tiene par como historiador, poeta, filósofo, general y legislador. Con el mundo a su alcance, tuvo fuerza moral para rehusar las halagüeñas perspectivas de riqueza, grandeza y fama. . .
Moisés había sido instruido tocante al galardón final que será dado a los humildes y obedientes siervos de Dios, y en comparación con el cual la ganancia mundanal se hundía en su propia insignificancia. El magnífico palacio de Faraón y el trono del monarca fueron ofrecidos a Moisés para seducirle; pero él sabía que los placeres pecaminosos que hacen a los hombres olvidarse de Dios imperaban en sus cortes señoriales. Vio más allá del esplendoroso palacio, más allá de la corona de un monarca, los altos honores que se otorgarán a los santos del Altísimo en un reino que no tendrá mancha de pecado. Vio por la fe una corona imperecedera que el Rey del cielo colocará en la frente del vencedor (Patriarcas y Profetas, págs. 251, 252).
E. G. White